¿Qué puede motivar el ir a dormir lleno de felicidad, despertarse y seguir con una sonrisa de oreja a oreja, canturreando mientras preparas el desayuno?¿El amor por tu novia y seres queridos? ¿Un proyecto exitoso? ¿Un sol que despierta el espíritu? ¿La lotería?
Todas son razones plausibles.
Como también el ir anoche a ver la última cinta de Hayao Miyazaki: Ponyo en el Acantilado o en japonés Gake no ue no Ponyo, (2008). Miyazaki-sama me ha vuelto a sorprender. No esperaba que la película de ayer me volviera a pegar a mi asiento, dejándome boquiabierto, fascinado.
Los primeros minutos de la película no me generaron mucha expectativa, aunque sí la premisa de una historia rara. Temía que Miyazaki hubiera brindado una obra pensada exclusivamente en el público infantil con la historia de una niña medio pez, que entabla amistad con un niño de una ciudad portuaria japonesa. Y claro que ha pensado en los niños, pero también en aquellos que sobreviven en el fondo de los corazones más prácticos. De pronto todo se desborda, pero más que en el sentido dramático, en el fantástico y la idea que tienes de lo que hace exitosa una historia, con feroces conflictos internos y dilemas que destruyen el alma, vuelve a estallar como Miyazaki ya lo había hecho con su otra película de cariz parecido, Mi Vecino Totoro.
Todas son razones plausibles.
Como también el ir anoche a ver la última cinta de Hayao Miyazaki: Ponyo en el Acantilado o en japonés Gake no ue no Ponyo, (2008). Miyazaki-sama me ha vuelto a sorprender. No esperaba que la película de ayer me volviera a pegar a mi asiento, dejándome boquiabierto, fascinado.
Los primeros minutos de la película no me generaron mucha expectativa, aunque sí la premisa de una historia rara. Temía que Miyazaki hubiera brindado una obra pensada exclusivamente en el público infantil con la historia de una niña medio pez, que entabla amistad con un niño de una ciudad portuaria japonesa. Y claro que ha pensado en los niños, pero también en aquellos que sobreviven en el fondo de los corazones más prácticos. De pronto todo se desborda, pero más que en el sentido dramático, en el fantástico y la idea que tienes de lo que hace exitosa una historia, con feroces conflictos internos y dilemas que destruyen el alma, vuelve a estallar como Miyazaki ya lo había hecho con su otra película de cariz parecido, Mi Vecino Totoro.
No. No es necesario volver el mundo oscuro, tocar las notas más ácidas de la existencia y razguñar las piedras para llegar a las fibras más sensibles del alma. A veces basta paz, imaginación y encanto, como entiende Miyazaki. Porque esa también es nuestra naturaleza y eso también nos cautiva, a pesar que desde el siglo XX lo artísticamente prestigioso sea solo el desgarro, la tragedia, las tinieblas y todo lo que rompe con el pasado.
La belleza pura y la dulzura han perdido lugar en el mundo y Miyazaki lucha heroicamente contra ello. No rompe con el pasado, sino que articula como siempre tradiciones, mitologías y elementos de su rica cosecha personal. En el caso de Ponyo simplifica su pincel, el detalle con que dibuja el mundo se convierte más que nunca en el de una acuarela, y los trazos con los que son contados los personajes son suaves y encantadores. ¿Es eso malo? Al contrario, son algunas de las muchas virtudes de su obra. Ponyo se permite, literalmente, surfear sobre una apabullante ola de fantasía para pegarnos con un tsunami de imaginación.
Allí están varios personajes clásicos de Miyazaki, que posee un "elenco" de rostros como si escogiera actores favoritos para volver a actuar en sus obras: las abuelas que derivan de la inolvidable Mama Yupa de Tenkuu no Shiro Rayputa o los operarios del puerto que han sido anteriormente piratas aéreos en Porco Rosso y sobre todo una versión adulta de las adolescentes princesas aventureras de Nausicaa y Mononoke Hime ahora convertida en la madre de Sosuke, el niño que se hace amigo de Ponyo.
Finalizo contando mi experiencia real saliendo del cine Renoir en Plaza España, un Martes a la 1 de la mañana. Todo el público era adulto y casi todos salieron coreando lo que captaban de la la canción del final, algunos para sí, algunos en voz alta. Es muy infantil, casi preescolar, pero solo después de ver la película se tiene la inyección suficiente de candor y despreocupación para cantarla.
Eso es Ponyo en el Acantilado, un legítimo y totalmente necesario viaje a la infancia y la fantasía.
1 comentario:
Si, tengo que verla. Miyazaki es uno de mis favoritos y quiero que mis peques se nutran de su magia y candor.
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