12.3.14

La antorcha de Cosmos


Gracias a Carl Sagan, cada vez que tengo un problema me imagino su magnitud comparada con las dimensiones del Universo que me enseñó en la serie Cosmos. El problema suele hacerse una nada, una pequeña desviación neuronal en un rincón de un hormiguero perdido por alguna mota de polvo estelar, flotando alrededor de una estrella marginal en las orillas de una de trillones de galaxias.

Gracias a una serie de TV no solo aprendí de escalas y vértigos estelares o visitas mentales a mundos planos, sino que me dio las semillas y el abono para aproximarme a la ciencia y la noción de método. Como a millones de mi generación. Aún recuerdo desde niño las palabras de Sagan acerca de nuestro progreso y futuro que dependían del equilibrio de la imaginación y del escepticismo.

Gracias a Cosmos pude tener a la mano respuestas a muchas preguntas y formularme otras tantas. A conocer que la realidad del Orden es mucho más fantástica y alucinante a la luz de la razón, llena de misterios que, aunque ahora insondables, dejan la posibilidad de responderlos algún día. Y me ayudó a entender con la edad que la explicación de las cosas no caminan al lado de omniscientes amigos invisibles, leyes kármicas o dioses del rayo.

Cada vez que el tacaño cielo nocturno de Lima permite ver las estrellas, en muchos de nosotros suena en una parte de nuestro cerebro la música de Vangelis y el camino está lleno de un rastro de migas brillantes dejadas por Carl Sagan.

La época del primer Cosmos fue una de casi absoluto aislamiento informativo comparada con la actualidad. Los ochentas del siglo pasado además todavía estaban marcados por dos superpotencias que se apuntaban mutuamente a la cabeza con armas nucleares, y la posibilidad de un apocalipsis atómico tenía un grado de certeza con el que éramos criados incluso los niños de la periferia del conflicto. A la vez aún quedaba el sueño de visitar el espacio, de escaparnos del abrazo gravitacional de la Tierra y enviar colonos a poblar otros planetas, o visitar las estrellas más próximas gracias a algún sorprendente avance en la ciencia de la propulsión espacial.

La época del segundo Cosmos, la actual, vive en un banquete de información que haría delirar al Borges de la Biblioteca de Babel. Sin embargo, también es la era donde ese mismo exceso aún provoca una lluvia de estática en nuestros cerebros. Sintonizar la información correcta y seguirla con la disciplina adecuada se ha vuelto un desafío para los hijos de la era de Internet. Ya no existe la amenaza de un apocalipsis nuclear, pero sí la de un horizonte de banalidad y superchería. Las viejas religiones y creencias están reaccionando con agresivos zarpazos al verse empujadas poco a poco al pasado por el método científico, e intentan hacer prevalecer el pensamiento mágico de hace siglos. El sueño de avanzar en la conquista del espacio ha pasado a ser un lujo de una extinta era de oro, y para algunos pensadores del corto plazo, casi una excentricidad.

Dijo Buzz Aldrin, de los pocos de nuestra especie que visitaron otro mundo y aún viven: "Me prometieron colonias en Marte y a cambio me dieron Facebook".



Esta es la era en que Neil deGrasse Tyson hace el relevo de la antorcha. En el reinicio del legado de Sagan, son otros los desafíos con los que se enfrenta este científico y divulgador: un público anestesiado de efectos especiales al que se necesita llegar con estrategias distintas, una reacción de oscurantismo anti-científico en muchas regiones del mundo, un mal entendido materialismo que desvía a muchas de nuestras mentes privilegiadas a fijarse como meta un Alfa Romeo y no Alfa Centauri. Somos una humanidad a la que hicieron soñar hace décadas llegar a las estrellas, pero que ahora se encuentra atada con más firmeza que nunca a sus asientos, frente a alguna clase de monitor.

Por lo visto en el primer capítulo de la nueva serie, sabe cuáles son sus retos y cuáles son las estrategias a aplicar. Personalmente en vez de la convencional y muy hollywoodense música de Silvestri esperaba un uso más atrevido como fue el soundtrack de Cosmos hace 34 años: una banda sonora algo más cercana al peso de los parsecs y los quásares, y el vértigo de la abismal pequeñez subatómica. También extrañé ciertas pausas y  justa solemnidad presentes en la primera versión, pero cabe recordar que han pasado 34 años de videoclips trepidantes y películas de acción extrema, y existe una audiencia acostumbrada al corte de plano a plano cada cuarto de segundo. Así que para los estándares actuales, es un remanso de calma.

Comenzar correctamente por la descomunal dimensión de lo que está encima (y debajo) de nuestros ojos, de la magnitud infinita del universo y los teorizados multiversos, rescatar la Nave de la Imaginación que permite librarnos de ataduras físicas, volver al calendario cósmico, seguidamente reducir la escala y acompañar en el martirio al primer hombre conocido en atisbar las maravillas de lo infinito, para finalmente terminar en un emocionante testimonio personal del actual presentador rememorando la calidad humana y el paradigma de su predecesor, todo eso ha sido un gran acierto. La resurrección de Cosmos de por sí es el primer acierto de todos. Y la presentación de la serie es una obra exquisita de poética postproducción que por momentos deja nudos en la garganta.

Quedan más episodios que, quizá sin la música que quiero y sin las botas de Sagan totalmente calzadas debido al sesgo del recuerdo infantil, prometen ser al menos tan alucinantes como el primero. Ojalá que para la generación actual Neil deGrasse Tyson represente esa estrella guía desde lo macro hasta lo micro y viceversa, como hace tres décadas y media Sagan fue para la nuestra.