La última noche de mil novecientos noventa y nueve la plaza de Armas del Cuzco estaba llena de carne, sangre y piel humana moviéndose en alegre frenesí. El último minuto de la centuria que vio a una raza de homínidos dominar el átomo y poner pie en la Luna, era saboreado en todas las esquinas posibles por una multirracial multitud, dando alaridos y danzando caóticamente sobre la vieja capital de un imperio extinto. El último segundo del último año marcado por el novecientos, estallaba en distintas coordenadas de la masa, a distintos tiempos, esparciéndose entrópicamente en la multitud. Abrazos. Feliz dos mil carajo. Banzai, banzai. Nuevo siglo, gloria al ser humano por una nueva oportunidad de esperanza. Esperanza. Una cantidad asombrosa de dicha palabra se respiraba en el ambiente! ¡Qué época tan corta! Los mejores deseos de un futuro brillante y más sano para las naciones son frágiles, inestables, son susceptibles de perderse con negros nubarrones, la constante climática de la historia humana.
La noche del once de Septiembre del dos mil uno, como en casi todas las cenas del mundo, un único tema dominó nuestra sobremesa. Los peruanos teníamos más muertos en la guerra contra el terrorismo, los ex-yugoslavos, los ruandeses y los iraquíes tenían sangrías aún más atroces en respectivas guerras y genocidios. Pero algo distinguía este terrible acontecimiento: lo simbólico. Era un ataque a la capital del mundo, en el país más poderoso del mundo. Tres mil inocentes murieron en nombre de los pecados de otras personas. Las torres del centro mundial del comercio cayeron frente a los ojos de las naciones. Diecinueve personas armadas con cubiertos y cortaplumas crearon el caos en un país armado con misiles nucleares y tanques de rayos microonda, de satélites espía y aviones invisibles. A su vez, crearon caos en el mundo. Desencadenaron un efecto dominó, donde cada ficha caída manaba sangre. Convirtió un país que se enorgullecía de sus libertades ciudadanas fundacionales en un estado policíaco y más sombrío que nunca. Luego convertiría toda una región en un lugar más sangriento y a los países ricos en presas fáciles de la paranoia.
La primera noche del primer día del año dos mil, corrí por las calles del barrio de San Blas por el puro gusto de hacerlo. Las piedras del viejo imperio, que sostenían sobre sus viejos hombros edificaciones coloniales, me miraron seguramente llenas de compasión o quizá lástima. Ingenuo, eres muy joven, vive unos cientos de años para que puedas correr con mejores razones. Es probable que rieran con cierta tristeza. Yo reía con ignorancia, ebrio por la felicidad que reinaba en mi vida y por creer que sobrevivir a un siglo de mutua amenaza atómica era la peor de las pruebas que había pasado la humanidad.
Esta noche, a seis años del atentado en New York, viene a mi mente una suerte de incompleta foto panorámica del mundo y de sus expectativas. Ciertamente el aire cambió. La esperanza adoptó metas más modestas. A seis años veo quienes ganaron y quienes perdieron. Ganaron los fundamentalistas islámicos contra los musulmanes moderados. Ganaron los halcones belicistas de la élite gubernamental norteamericana sobre todas las demás facciones. Ganó Osama. Ganó Halliburton. Ganó Leo Strauss. Ganó el ayatollah Khomeini. Ganó Ariel Sharon. Ganó quien dice que el problema no es tan complicado de resolver si eres lo suficientemente fuerte para matar a quien crees que lo origina. Ganó quien no debía, que es lo de siempre, pero en un período desmoralizantemente breve y con una brutal contundencia, como pocas veces.
Este no es el mundo que muchos veíamos a finales del siglo pasado. El once de setiembre el siglo veintiuno fue bautizado con agua impía. Y en medio de las aturdidoras luces de nuestra asombrosa tecnología y bienestar al alcance del que puede, dos sombras terribles aún no acaban de cernirse por completo en nuestro horizonte cercano.
1 comentario:
Profunda reflexión que firmaría 100 por 100. Me ha encantado, en serio. El 11 es el día de las derrotas, que no de las victorias. No sé si conocerás la Diada Nacional de Cataluña, una conmemoración de una derrota en la Guerra de sucesión, que no secesión, que no deja de flagelar las espaldas de mi tierra. Créeme, en política los días nefastos no caen en 13 sino en 11...
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