Medio Oriente albergó la cuna de
la civilización y, desde el siglo XX, a muchos de sus más feroces verdugos. Ha
sido testigo en menos de 100 años de la masacre al pueblo armenio por los
otomanos, las interminables guerras para acomodar al estado de Israel en la
región, la masacre de kurdos por Saddam Hussein, la guerra entre Irán e Irak,
las 2 invasiones norteamericanas, la guerra civil del Líbano y la más reciente en
Siria, que ya ha cobrado 170 mil víctimas. Y para añadir sal a la úlcera
sangrante, un movimiento jihadista tan tenaz y organizado como cruel comienza a
ganar terreno. Su intolerancia es varias veces superior a la de los ayatolas
iraníes y su violencia se gana la reprobación de la misma Al Qaeda: es el
Ejército Islámico de Irak y Siria, ahora conocido simplemente como Estado
Islámico (EI). Su aparición se asemeja a la historia de Pedro y el Lobo.
PEDRO
Para hablar del EI tenemos que
retroceder 11 años. En 2003 los Estados Unidos invaden el Irak de Saddam
Hussein con dos pretextos principales: la posesión de armas de destrucción
masiva (ADM) y por ser un aliado de Al Qaeda. Como es historia conocida, nunca
se encontraron ADM. Algo menos conocido, debido a la guerra informativa, era el
hecho que un régimen laico como el de Saddam Hussein estaba en las antípodas ideológicas
del fundamentalismo religioso de Al Qaeda. Su régimen era férreo, despótico y
no tenía muchos escrúpulos en la represión violenta de su población, pero su
predominio mantenía a raya los brotes de integrismo organizado que
existían en el territorio. Desintegrar el régimen de Saddam tras la
intervención militar norteamericana, junto con la acción de disolver los restos
del ejército iraquí, fue peor que patear un avispero. Furiosas enemistades en
la región salieron a flote. Y el lobo inexistente que clamaba EEUU en el papel
de Pedro, comenzó a asomarse de verdad: la rama de Al Qaeda en Irak, que sería
el núcleo fundacional del Estado Islámico.
La idea norteamericana de
“nation-building” y de “sembrar la democracia” en Irak para que sirviera de
ejemplo exitoso en Medio Oriente fue un fiasco salpicado primero por la
resistencia armada en varias zonas del país y también por una guerra civil
entre sunitas y chiitas, las dos principales ramas del Islam. Los sunitas eran
los perdedores del conflicto de 2003, pues fueron el sector dominante cuando
Hussein se encontraba en el poder. La invasión de los norteamericanos y el que
dejaran el nuevo gobierno iraquí en manos de los chiitas, sirvió de tierra
fértil para aumentar su descontento. Poco a poco, lo que comenzó como Al Qaeda
en Irak fue tomando la forma de un movimiento mucho más extremista (así es, más),
dotándose de mayor autonomía y finalmente purgando como infieles a los leales a
la línea “clásica” de Al Qaeda. De esta manera en el 2010 lo que se conocía
como “Al Qaeda en Irak” ahora era el Estado Islámico de Irak.
La paulatina evacuación norteamericana
del país mesopotámico fue como la de un elefante retirándose en puntitas de una
cristalería apenas embestida. Durante la
etapa final de esta retirada empezó la Primavera Árabe, que comenzó a cambiar
el panorama de la región. Su mayor legado no fueron cambios esperanzadores, sino
conflictos como el de Libia y Siria. En este último país, la rebelión contra
el autocrático presidente laico Bashar
al Assad (del
mismo partido político que Saddam) comenzó como un movimiento de
clases medias sin tintes especialmente religiosos. Cuando la guerra civil se
prolongó, los elementos del Ejército Islámico de Irak vieron una oportunidad de
sacar su tajada del caos sirio, donde podían expandirse más fácilmente que en
Irak. Con ellos la guerra civil siria se prolongó y su violencia se agudizó. Su
participación en Siria se reflejó en su cambio de nombre: ahora eran el
Ejército Islámico de Irak y Siria.
EL LOBO
El propósito último del Ejército Islámico,
como el de su ente originario Al Qaeda, es resucitar el Califato de los tiempos
del Profeta Mahoma en un área tan vasta como el sur de España y Marruecos hasta
Pakistán y parte de la India. Pero para entender al EI es necesario no
subestimar el delirio, sino sopesarlo: un califato se entiende como un estado
teocrático que articula el poder divino con el terrenal mediante la sumisión
total al gobernante, el Califa, que no solo representa ambos poderes sino que
los hace indistinguibles. El Califato existió en los primeros siglos del
nacimiento del Islam y tuvo una extensión similar a la soñada ahora por los
grupos fundamentalistas. Para hacerse una idea es el equivalente en la
civilización islámica al ya abandonado sueño occidental de la resurrección del
Imperio Romano: el retorno a un estado unificador casi global, invencible e
idealizado como el epítome del orden y el esplendor. Como todo conjunto de
ideas que tiene como objetivo una utopía perfecta e inmaculada, el fin justifica
los medios. El Estado Islámico lleva ese principio a nuevas fronteras.
Para lograr reencarnar el estado
prístino del lejano Califato (bajo el liderazgo del aún nebuloso
Abu Bakr Al-Bagdhadi), han regresado a la vieja práctica hacia los que no quieren
convertirse al Islam: o aceptan pagar un impuesto excepcional o les espera la
muerte. Debido a esto se han reportado múltiples mutilaciones o ejecuciones de personas
de otra confesión, entre las que se encuentran las formas más orientales del
cristianismo como el caldeo-asirio, o cultos abrahámicos que habían sobrevivido
por milenios como el yazidí, que adoran a un ser angelical con forma de pavo
real considerado demoníaco por el fundamentalismo musulmán. Tampoco otras
variantes de la fe islámica están a salvo del purismo del EI: los chiítas también
han sido ejecutados públicamente, mientras muchas de sus mezquitas y lugares
sagrados milenarios han sido volados en pedazos.
El Estado Islámico cuenta con la
experiencia militar de muchos de sus miembros y dirigentes veteranos de las
guerras en Irak, quienes han enfrentado por años al ejército más sofisticado
del mundo. También posee un fervor religioso que además de elevar la moral a
tope en sus filas, ha sido muy exitoso en el reclutamiento internacional de voluntarios
jihadistas, ansiosos de pelear por el reino de Alá en la Tierra. Y como no solo
de fe vive una cruzada, el financiamiento del EI es respaldado por muchas
fortunas particulares, principalmente afincadas en Arabia Saudí y Catar, y
ahora por una importante zona petrolífera capturada en el norte de Irak y el
este de Siria.
El éxito del EI lo ha hecho
emerger del pozo donde múltiples grupos armados se han estado enfrentando en la
convulsionada Mesopotamia, como el campeón de una competencia donde, en el más
sombrío darwinismo, solo el más duro e inmisericorde sobrevive. Su resilencia,
impulso fanático, recursos económicos y experiencia la convierten en una fuerza
temible y le han permitido apoderarse de un área considerable, a costa de la
fracturada Siria y el tembloroso Irak. Incluso algunos analistas hablan de una
recomposición de las fronteras arbitrarias trazadas en el espacio árabe por las
fuerzas coloniales de Francia y el Reino Unido, tras la Primera Guerra Mundial.
Fuera de la prospectiva, los triunfos del EI han despertado las alarmas en el
resto de actores de la región y forzado giros de timón: lograron que los
Estados Unidos colaboren con sus viejos rivales de Irán (un estado chií); han
hecho factible que los kurdos del norte de Irak tengan más autonomía para
fortalecerlos como primera línea de defensa ante el EI, a costa de descomponer
más lo que queda de Irak; también le ha dado un respiro momentáneo a Bashar Al
Assad, el líder de Siria cuya caída era hasta hace menos de un año era el
objetivo principal de Washington, algo que ahora solo sería una buena noticia
para el Ejército Islámico.
Efectivamente la geopolítica
dicta la lógica principal por la que viejos rivales se ven urgidos a cooperar
contra este nuevo y pertinaz rival. Pero también hay otro factor relacionado a
los terroríficos medios que usa el Estado Islámico para imponerse en la conflagración:
una crueldad alimentada del más impenetrable de los celos religiosos que va de
la mano de una intolerancia de origen similar. Si bien esto se ha visto a veces
en ciertos grupos terroristas en distintos contextos, el giro terrible ha sido
la instauración de un estado fundamentado en estas características, algo que
solo ha tenido precedentes recientes en la inaccesible Afganistán de los
talibanes o en la fugaz Camboya de Pol Pot.
Dentro de todas las perspectivas,
el éxito del Estado Islámico en consolidar un estado en Medio Oriente significaría
solo malas noticias para un orden mundial actualmente en curso de
desestabilización. Por más que otros actores tengan una cuota de
responsabilidad, como los Estados Unidos y su intervención en Irak, las
potencias europeas que inventaron estados artificiales en el espacio
post-otomano o los países árabes de donde provienen mucho de su financiamiento,
las acciones del EI exigen una respuesta internacional, conjunta y urgente. Los
desplazados por la intolerancia de esta entidad, entre los que están no solo cristianos,
yazidíes, sino también musulmanes, representan una crisis humanitaria que
desborda una región delicada, ya azotada por la la guerra civil siria y el
conflicto israelí-palestino. Si el llamado al Califato universal, sus
ambiciosas metas y su actual avance a pesar de hacer frente simultáneamente a
norteamericanos, sirios, iraquíes y kurdos asemeja los inicios de uno de esos
acontecimientos aluvionales en la historia, representa también una oportunidad para
aminorar la rivalidad de antiguos enemigos en el camino de evitar un destino
peor para todos ellos.